Científicos emprendedores

Por: Xavier Pujol Gebellí
Fuente: www.madrimasd.org

La economía basada en el conocimiento requiere de dos ingredientes obvios: generación de conocimiento y condiciones económicas propicias para su desarrollo, lo que implica más conocimiento. ¿Hay que reinventar el círculo?
No está nada claro que una economía basada en el conocimiento pueda emerger sin los dos extremos de la larga cadena cuasi-trófica que lleva de la idea primigenia al éxito comercial. Ciencia y tecnología, eso debería ser ya obvio, forman parte de ella. La innovación, eso no lo es tanto a los ojos de políticos y gestores e incluso de muchos emprendedores, es un elemento transversal que anima y enriquece transversalmente todo el proceso. Y al final del camino, técnicas para convencer de que lo compramos es lo mejor de acuerdo con nuestras necesidades, pensamientos o planteamientos. Simplificando mucho, conocimiento que no se vende no alcanza el éxito comercial. Y sin éste, un modelo productivo basado en el conocimiento que fracasa en el mercado es poco menos que un error.

Siguiendo con las obviedades: ¿Tiene sentido emprender un negocio tomando como base la ciencia? Si la respuesta lógica es que sí, la pregunta que debería seguir es por qué no se fomenta si existen tantos buenos ejemplos que dan fe de ello. Recientemente, Gary P. Pisano, de la Harvard Business School, teorizaba acerca de los aspectos clave que iluminan esta cuestión. Venía a proponer, de forma muy resumida, la necesidad de “innovar el modo en que innovamos”.

Tres puntos concretos, en forma de retos a acometer, dan forma a su demanda. Ciencia y empresa, señala, pertenecen a dos maneras distintas de concebir el mundo, esto es, objetivos, trabajo y tiempos. A ello, hay que añadir horizontes de riesgos, de expectativas e incluso de normas. El primer reto es dar con la manera de interconectar ambos mundos cuando el concepto de “ciencia orientada”, tan en boga durante tantos años, hoy se muestra de forma mucho más difusa.

Desde la década de los años cuarenta hasta prácticamente nuestros días, la “ciencia orientada” ha sido la gran protagonista de las principales políticas científicas en el mundo. Ha sido así en Estados Unidos, con el Proyecto Manhattan como principal animador en sus inicios, y en Europa, con los Programas Marco claramente orientados al desarrollo de conocimiento y tecnología en áreas consideradas estratégicas (biomedicina, nanotecnología y últimamente energía). Eso marcó un tiempo de inversiones en pos de objetivos concretos que, siendo o no alcanzados, hoy empiezan a dar síntomas de agotamiento. Probablemente, porque se priorizó un paquete restringido de ideas, algunas de las cuales hoy han dejado de tener sentido. Y eso incide en el por qué y para qué inviertes, innovas o vendes, si es que finalmente lo logras.

El segundo reto al que se refiere Pisano tiene que ver con los modelos de gestión. Señala acertadamente que no es lo mismo gestionar ciencia que gestionar empresas. Y añade que hay pocos científicos con formación empresarial y a la inversa, todavía menos empresarios con formación científica o tecnológica. La desconexión entre ambos mundos, el de los que generan conocimiento y el de los que se las ingenian para dar con fórmulas comerciales de éxito, es, en su opinión, uno de los grandes escollos a superar.

Esta visión es compartida por otros muchos expertos. Por ejemplo, los que ven como los planteamientos de transferencia de tecnología impulsados desde las universidades, especialmente las europeas y en particular las españolas, han fracasado rotundamente. La transferencia de tecnología constituye, efectivamente, el gran talón de Aquiles del sistema universitario español, y es también una de las demandas destacadas de la CRUE: antes que transferir, hay que saber a quién y cómo, y para ello se precisa de expertos formados en el “arte de la transferencia”. Es decir, gestores de conocimiento claramente vinculados al mundo empresarial y a sus necesidades y maneras de concebir el negocio. Además, que sean capaces de recorrer el camino inverso cuando sea necesario.

Finalmente, Pisano habla de la “mano invisible” de los mercados, aquella que a la postre es la que acaba decidiendo lo que triunfa o no. Muy probablemente, y a menudo así ocurre, desde una empresa se pueden anticipar necesidades de mercado, pero no es en absoluto extraño que el mercado acabe adoptando productos o tecnologías en su día visionarios y que acaban siendo disruptivos. Los ejemplos están en todos los manuales de “éxitos inesperados” que tanto animan al joven emprendedor. En opinión de Pisano, la contundencia de la ley del mercado, que “hoy ha cambiado con respecto a años precedentes”, obliga a repensar cómo innovar y, en fin, cómo organizar las empresas.

Pisano no renuncia a las empresas basadas en el conocimiento. Por el contrario, entiende que son imprescindibles para sostener un modelo productivo que huye de las burbujas especulativas y que, por consiguiente, se mantiene al margen de crisis coyunturales. Es obvio que cualquier político (inteligente) firmaría esta proyección. Pero sus reflexiones, en el fondo, no son más que una muestra de que hay que repensar conexiones, organizaciones y visiones.

El fin de toda empresa es vender. Para vender hay que ser competitivo (en precios y calidad, por ejemplo) o innovador. Y para innovar se requieren ideas, muchas de las cuales surgen de la ciencia básica. Y hay que invertir en todas estas áreas hasta alcanzar la masa crítica suficiente para que crezcan de forma autónoma.

Si esto es así, y si estamos en España, las políticas científicas deberían tomarlo muy en cuenta. Y hay quien sostiene que nada de eso se está haciendo en el orden correcto. Ni en la Ley de la Ciencia ni en los planes de incentivación y fomento del conocimiento. Mala señal para los científicos que quieren ser emprendedores y mucho peor aún para los emprendedores que aspiran a basar su diferencial empresarial en la ciencia.

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