Por: Diego Lafuente
Para los que hemos estudiado ingeniería, el MIT (Massachusetts Institute of Technology, www.mit.edu) es una especie de Meca a la que debemos peregrinar al menos una vez en la vida. Acabo de volver de una de esas peregrinaciones, y la verdad, merece la pena salir por ahí de vez en cuando para que te dé un poco de aire fresco. En este caso en todos los sentidos: el meteorológico (hacía unos muy agradables -20ºC en Cambridge) y también el mental. Aunque, seamos justos, no es que el MIT sea la panacea universal y la respuesta a todos nuestros problemas existenciales. Es simplemente una muy buena escuela técnica y de ingenieros (suele estar el número 1 en los rankings) que ha construido su mito a base de formar a premios Nobel, de atraer talento internacional, y también de ser un sitio muy exclusivo (sólo entran mil y pico estudiantes al año) y bastante caro (unos 50.000 dólares americanos cada curso).
El caso es que la Física, la Química y la Termodinámica que enseñan en el MIT es seguramente muy parecida a la que me enseñaron a mí. El secreto está en la práctica.
Uno de los equipos que tuve la oportunidad de conocer allí fue el Electric Vehicle Team (EVT – http://web.mit.edu/evt/), que no es más que un grupo de estudiantes a los que se les ha metido entre ceja y ceja que van a construir un coche eléctrico. Estudiantes de ingeniería, habéis oído bien. Han formado un equipo de gente, se han hecho con un garaje cochambroso al lado del museo del MIT, han conseguido que un profesor les ceda un coche viejo y se han puesto manos a la obra. Trabajan en sus ratos libres, y, como pocas veces coinciden en el garaje, se han tenido que dividir el trabajo para ser lo más independientes posible los unos de los otros. Aún así trabajan en equipo y se reúnen todos de vez en cuando para ver cómo va el trabajo y reorganizarse si hiciese falta. Como he dicho, el coche se lo cedió un profesor, las baterías, cortesía de A123 Systems (www.a123systems.com), el motor, de Tesla (www.teslamotors.com), la electrónica de potencia y de control, caseras, y el resto, hecho a base de mucha imaginación, mucho entusiasmo y muchas horas de martillo y destornillador. Y que conste que el objetivo de este grupo de estudiantes no es competir con la multitud de iniciativas industriales que están surgiendo relacionadas con el mundo del vehículo eléctrico. Es simplemente pasar un buen rato construyendo un coche que corra lo más rápido posible para fardar paseándolo por el campus, y, en el mejor de los casos, ligar con alguna estudiante asiática despistada que no hable bien el idioma.
El lunes pasado visité su garaje y me estuvieron enseñando el coche, sus proyectos y sus ilusiones. Al día siguiente probé a volver por mi cuenta. La puerta estaba abierta, las herramientas disponibles, y el coche en el banco de pruebas, como invitando a cualquiera a trabajar en él.
Recuerdo mis tiempos de estudiante en la Escuela de Ingenieros Industriales de la UPM en Madrid. Salí de la carrera siendo un auténtico erudito en cálculo diferencial, semiconductores intrínsecos y elipsoides de inercia de los más diversos pelajes. Pero nadie me enseñó a apretar un tornillo. Y eso que había laboratorios muy decentes en la Escuela (el de electrónica o el de automática por ejemplo), pero normalmente estaban demasiado masificados como para trabajar en ellos. Pero había otros que… en fin: en el de Electrotecnia no entraba por miedo a darle al interruptor equivocado y que apareciese el monstruo de Frankenstein de detrás de una bobina; los mecheros Bunsen del laboratorio de Química habían sido diseñados por el mismísimo Robert Bunsen el día de su Comunión; si encendías cualquier aparato del laboratorio de Motores Térmicos se iba la luz en la otra mitad de la Castellana, y estoy seguro de que fue el laboratorio de Metalotecnia el que sirvió a Peter Jackson de inspiración para recrear el Monte del Destino de Mordor.
Sí, ya sé que (también) es una cuestión de medios y que el presupuesto del MIT es muy superior al de mi Escuela, pero creo que sobre todo es una cuestión de mentalidad. Un ingeniero debería saber hacer cosas con las manos, y la mejor forma de aprender es justamente haciéndolas. En un garaje, con un coche prestado y en tus ratos libres. Y es aquí donde creo que los Centros Tecnológicos de este país podrían jugar un papel muy importante. En los Centros se hacen cosas, se inventa, se experimenta y se cacharrea. Hay medios para hacerlo, y hay ideas y proyectos de sobra en las que podría trabajar un grupo de estudiantes universitarios. Sin las presiones y plazos que imponen los proyectos contratados con empresas, pero con la ilusión y empuje del primerizo que siente que está aplicando lo que ha aprendido en hacer algo, si no útil, al menos material. Imagino que esto ya se hace en algunos Centros, pero habría que generalizarlo: que los estudiantes de ingeniería se pasen las tardes, los fines de semana o los veranos enteros dándose un baño de realidad en un laboratorio de un Centro Tecnológico, y que luego volviesen a clase sabiendo con certeza que Bernoulli no estaba loco, que Faraday nunca viviría en su propia jaula y que Planck cuando saltaba, saltaba de verdad.
A mí, desde luego, me habría encantado.