Por: Diego Lafuente García
Somos un país de modas. Sólo eso puede explicar que gente como Chiquito de la Calzada o el Neng de Castefa hayan tenido el éxito que han tenido a este lado de los Pirineos. Y eso no es intrínsecamente malo: ambos dos personajes han sido ciertamente divertidos, han aumentado considerablemente el volumen y la riqueza de nuestro vocabulario, y el primero de ellos (Chiquito) aún me sirve para identificar a compañeros míos de estudios que se fueron a trabajar al extranjero nada más acabar la carrera y no han vuelto mucho por aquí desde entonces: cuando vuelven y quedamos a cenar, son los únicos que exclaman “cooomooorrrl!!!” cuando no entienden algo que se les pregunta (para a renglón seguido interesarse por si Chiquito sigue teniendo un programa en la tele).
Lo malo es cuando las modas se llevan a un campo más importante que el de los “late-nights”. Allá por los 80, una mente ministerial privilegiada se dio cuenta de que España estaba a la cola de los países civilizados en lo que a publicaciones científicas se refiere. Y decidió incluir éste indicador como parte de la evaluación de la excelencia de un investigador. Y la medida en sí no es mala ni perversa, simplemente pretendía ser un medio para aumentar el nivel de la investigación y los conocimientos científicos del país. Pero mucho me temo que nosotros nos hemos encargado de convertirlo en un fin.
Me explico: entre todos los folletos que me he encontrado en mi mesa tras regresar de vacaciones (la mayoría sobre diferentes foros de nanotecnología en ciudades de las que nunca he oído hablar), había un pequeño informe emitido por el Observatorio Español de la Innovación y del Conocimiento (que responde al cuasi-místico nombre de ICONO) y titulado “Indicadores del Sistema Español de Ciencia y Tecnología”. Son 113 páginas de gráficos y tablas que la verdad, están muy bien, y por las que quiero felicitar públicamente tanto a ICONO como a FECYT. Imagino que fue el azar el que me llevó a la página 67, porque yo nunca suelo llegar tan lejos cuando me leo este tipo de informes desde el principio. En esa página hay una tabla que se titula “Producción Científica Española 1996-2007” en la que básicamente se muestran las cifras de publicaciones de científicos españoles (o científicos que trabajan en instituciones españolas, que también podría ser). Y la verdad es que se observan datos ciertamente reveladores:
– El primero: el número de publicaciones ha crecido de 22.606 en 1996 a 45.784 en 2007. Vamos que en 11 años se ha doblado. Podría parecer un éxito total y una “misión cumplida”, y yo estaba a punto de no leerme el resto de la tabla, pero…
– …el número de publicaciones citadas (es decir, que alguien que no eres tú se ha leído el artículo, le ha parecido útil y lo ha citado en otra publicación) ha descendido de 18.673 en 1996 a 9.124 en 2007, es decir, ha bajado a la mitad en los mismos 11 años!!! Pero eso no es todo…
– …el número de autocitas (es decir, yo mismo que me cito a mí mismo en otro artículo mío) ha descendido de 85.987 en 1996 (año en el que, debido a la carencia de abuelas nos autocitábamos una media de 4 veces en cada artículo) a 6.478 en 2007 (una nueva generación de investigadores con abuelas más longevas).
– El número total de citas (citas, auto-citas y citas a ciegas) ha descendido desde las 312.957 del 96 hasta las 18.361 del 2007. Una auténtica barbaridad, vaya.
Es decir, que nos hemos tomado bastante en serio lo de publicar (y por eso algunos presumen de que “la producción científica española se ha multiplicado por 9 en los últimos años”), pero cada vez nos leen menos, y si nos leen, no nos consideran lo suficientemente relevantes como para citarnos. De hecho ni nosotros mismos nos consideramos lo suficientemente relevantes como para citarnos. Hemos convertido el hecho de publicar en un fin en sí mismo, y el objetivo es publicar mucho y en muchos sitios sin prestar tanta atención a la calidad de lo que publicamos.
A lo mejor conviene plantearse seriamente para qué sirve esto de publicar. Rebobinemos la cinta de la Historia dos o tres siglos atrás. Entonces había muchos menos científicos e investigadores que ahora. La mayoría de ellos, unos privilegiados que podían dedicar su vida a la Ciencia aunque muchos acabasen sus vidas ciertamente atormentados por sus propias inquietudes y demonios personales. Eran pocos y a menudo estaban demasiado distribuidos por la geografía mundial: Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos, Rusia… Muchos de estos científicos estaban investigando sobre los mismos temas y apenas conocían los resultados y logros de los otros. Podría haber un geólogo en Londres investigando sobre la edad de La Tierra utilizando los estratos de sedimentos de las diferentes capas de hielo de Groenlandia y un colega suyo en California haciendo lo mismo, pero calculando las cantidades restantes de cierto isótopo radiactivo en rocas muy antiguas de Wyoming. La única forma que tenían esos dos científicos de comunicarse era incorporándose a la Sociedad Geológica de su país y publicando artículos en la revista de la Sociedad para que lo leyera su colega al otro lado del Atlántico. Gracias a eso y a los congresos científicos que estas Sociedades organizaban muy de cuando en cuando, los científicos eran capaces de ponerse en contacto, compartir sus resultados y hacer que la ciencia progresase más rápido. Ése era, y sigue siendo el principal objetivo de publicar. Compartir para crecer más rápido. No perdamos nunca este foco. Engordar el CV es un efecto colateral de publicar, pero no debería ser una finalidad en sí misma.
Hace ya un par de años que se empiezan a oír campanas desde el Ministerio de lo atrasada que está España en número de patentes y de lo importante que es patentar para proteger el capital intelectual generado en España y poder explotarlo. Y yo me temo lo peor y me echo a temblar: el objetivo de patentar es proteger tu capital intelectual con el objetivo de poder explotarlo (i.e. producirlo y venderlo). Pero si nos limitamos a contar el número de patentes para valorar el trabajo de un investigador, mucho me temo que no habremos progresado nada. Porque os cuento cómo funciona esto de patentar: a mí, inventor se me ocurre una idea genial un día tras levantarme de una siesta de tres horas (por ejemplo, una fregona de cinco mochos); cojo un papel, describo mi penta-fregona en los términos adecuados y se lo mando a la Oficina de Patentes apropiada. El funcionario de turno deja de leer el Marca, analiza mi solicitud y comprueba que efectivamente a nadie se le ha ocurrido antes registrar mi genialidad. Patente concedida. Mini-punto para mí y un bonito ornamento para mi CV investigador. Pero o mucho cambian las cosas en esta civilización, o mucho me temo que me va a ser imposible comercializar mi penta-fregona. Sencillamente porque no hay nadie dispuesto a pagar por ella. La patente te asegura que tu idea o diseño es único y que no existen conflictos con otras patentes o diseños ya registrados. Pero no te asegura que tu invento sea útil y mucho menos que haya alguien en el universo conocido dispuesto a pagar por ello. Es decir, que al igual que las publicaciones, las patentes son un medio (proteger) para conseguir un fin (comercializar) y no un fin en sí mismo. Pero si no aprendemos de nuestra experiencia con las publicaciones, y utilizamos de nuevo la cantidad (y no la calidad) como indicador, acabaremos patentando al igual que publicamos: mucho, seguramente bonito y a doble espacio, pero no demasiado útil. Con un agravante: publicar era y sigue siendo gratis, pero patentar (especialmente si luego no explotas lo que has pantentado) puede salir muy caro.