Por: Mikel Buesa
Libertad Digital (OPINIÓN)
Como todo el mundo sabe, el Gobierno que preside Mariano Rajoy no ha tenido demasiados miramientos al plantear los recortes en el gasto público y ha aplicado la tijera por todas partes, sin pararse a pensar que, de cara al futuro de nuestra economía, puede haber algunas partidas más necesarias que otras. Esto es aplicable, en términos generales, a los créditos presupuestarios que financian la I+D, es decir, la investigación científica y tecnológica. Sin embargo, si se pasa de las generalidades a las cuestiones concretas, como haré a continuación, entonces pueden introducirse matices que, al menos parcialmente, dan la razón a nuestros gobernantes.
Digamos, para empezar, que los recortes presupuestarios en materia de investigación han sido muy mal acogidos por los grupos de presión que, bajo el manto de las sociedades del ramo, lidera actualmente Carlos Andradas. Sus declaraciones al respecto no pueden ser más catastrofistas: «Estamos en una situación límite y depende (sic) de lo que se haga con estos presupuestos en discusión caeremos en el hoyo o seguiremos bordeando el precipicio». Las Sociedades Científicas han acuñado también un lema con el que envolver sus reivindicaciones: «Sin I+D+i no hay futuro».
O sea, lo que nos dicen los egregios representantes de la ciencia española es que o el Gobierno les da más dinero o vamos hacia el desastre. Eso sí, la argumentación se envuelve en apelaciones a la crucial importancia de lo que hacen los científicos, a la imperiosa necesidad de encontrar respuestas a las preguntas que ellos se plantean, a los fundamentos de una estrategia española de ciencia, tecnología e innovación o a la más prosaica cuestión de los becarios, que hacen el trabajo duro y que ahora son más difíciles de contratar. Son argumentos que, de una u otra manera, suelen reproducirse en todos los países cuando de lo que se trata es de satisfacer las necesidades pecuniarias de los lobbies científicos. Recomiendo, para un ejemplo práctico, muy bien escrito, por cierto, los dos capítulos que dedica el Premio Nobel de Física Steven Weinberg en El sueño de una teoría final a la cuestión de la construcción, en Estados Unidos, del Supercolisionador Superconductor, «el más costoso instrumento científico del mundo», según señala a sus lectores.
¿Qué es lo que ocultan esos grupos de presión en apoyo de sus demandas de dinero? Pues, en primer lugar, que la situación financiera de la ciencia española no es tan desastrosa con ellos parecen sugerir. Por ejemplo, en 2010, el último año para el que se dispone de datos completos, los centros y organismos de investigación dependientes de las Administraciones Públicas (OPIS) tuvieron a su disposición, para sus gastos, una cifra equivalente a 63,6 euros por habitante, es decir, casi lo mismo que en el conjunto de los países de la Unión Europea (64,8 euros per capita). Comparativamente, las universidades estuvieron peor, pues aunque contaron con 89,5 euros por habitante, en la UE la ratio correspondiente ascendía a 118,8. Pero donde la diferencia entre España y Europa es más notoria es en el gasto de investigación en tecnología que hacen las empresas, pues mientras que las nuestras tenían 162,9 euros por cada español, las europeas sumaban 301,6.
En resumen, lo que verdaderamente está mal en el sistema nacional de ciencia y tecnología de España es lo que atañe a las empresas innovadoras, pues son pocas, generalmente pequeñas y disponen de unos recursos que están muy por debajo de los que manejan sus homólogas europeas. Pero nada de eso caracteriza la asignación de recursos a la ciencia española.
Hay, además, otras consideraciones que hacer con respecto a las instituciones científicas. Por una parte, sorprende la amplitud relativa de los OPIS en España. Se gastan casi 42 euros de cada 100 dedicados a la ciencia, cuando la media europea está en el 35 por ciento. Por otra, sorprende aún más que este desequilibrio se haya ampliado a lo largo de la última década, pues el gasto en los OPIS ha aumentado un 7,7 por ciento anual en términos reales, mientras que el de las universidades sólo lo ha hecho a una tasa del 4,7 por ciento.
Y sorprende porque los centros y organismos públicos de investigación son, en la mayor parte de los casos, una mala solución institucional, frente a las universidades, para la organización de las actividades científicas. Esto ya lo puso de manifiesto en 1962 el Premio Nobel de Economía Kenneth Joseph Arrow en su conocido libro The Rate and Direction of Inventive Activity, que, por cierto, algunos gestores de la ciencia debieran leer. Es verdad que Arrow exceptuó de su diagnóstico general a los organismos que se dedican a las investigaciones agraria, médica y aeronáutica, debido a su carácter aplicado, por lo que no cabe rechazar, por ineficientes, todas las iniciativas que involucran a las Administraciones Públicas. Pero lo más fundamental en esto es que son las universidades las que mejor responden a las necesidades de eficiencia en la dedicación del dinero a la ciencia, pues, como dijo Arrow, en ellas
la complementariedad entre la enseñanza y la investigación es algo así como un accidente afortunado desde el punto de vista de la economía.
El caso es que los hechos, en España, para nada desmienten las prescripciones sugeridas por Arrow. Y así, a lo largo de la última década hemos asistido a un continuo aumento de la productividad entre los científicos de las universidades, mientras que lo contrario ha ocurrido entre los de los OPIS. De esta manera, si en 2000 cada investigador universitario contaba, en promedio, con 0,49 publicaciones académicas internacionales al año, en 2010 ese indicador llegaba a un valor de 0,83. En los OPIS, por el contrario, el punto de partida era algo más elevado en 2000 (0,52 publicaciones por investigador), pero la productividad se redujo estrepitosamente a partir de 2003, para caer hasta 0,16 publicaciones en 2006 y recuperarse parcialmente en los años posteriores, quedando establecida en 0,34 en 2010. En síntesis, entre los dos años extremos del período, la productividad científica de los profesores universitarios ha aumentado en casi un 70 por ciento, mientras que la de los científicos empleados por los OPIS se ha reducido en un 35 por ciento.
Y mientras esto ocurría, los gestores de la política científica se dedicaban a apoyar financieramente cada vez más a los OPIS –fomentando así la ineficiencia–, mientras relegaban a un segundo plano de sus prioridades la investigación universitaria. Los datos son, a este respecto, muy claros: a lo largo de la última década la financiación pública de la investigación en los OPIS aumentó un 6,6 por ciento anual en términos reales, mientras que lo hizo en sólo un 4,7 por ciento en el caso de la investigación universitaria.
Volvamos, pues, a partir de estos hechos a la cuestión de los recortes. No seré yo quien los defienda en el caso de los recursos que se destinan a favorecer las actividades del sistema de innovación. Pero ello no implica aceptar, como hacen los lobbies científicos, que cualquier cambio sobre este tema sea rechazable. Todo lo contrario, la política de recortes debería aprovecharse para reorientar de una manera drástica las prioridades de la política científica y tecnológica en dos direcciones: una, para incentivar las actividades de creación y difusión del conocimiento tecnológico en las empresas –con el objetivo esencial de ampliar el elenco de empresas innovadoras del país–; y otra para reestructurar el sector científico, dando más énfasis a la investigación universitaria e integrando, incluso, a una buena parte de los casi 600 centros y organismos públicos del ramo dentro de las universidades.
Publicado por Libertad Digital el 16 de noviembre de 2013.